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Reformistas y revolucionarios de ayer y de hoy

La ola revolucionaria conectaría con un ya casi inexistente comunismo en Occidente
Felipe Muñoz
lunes, 15 de abril de 2013, 09:07 h (CET)
Hemos señalado, hasta aquí, únicamente tres hitos relevantes; pero, como se puede imaginar, toda la historia del movimiento socialista está jalonada de esta división entre reformistas y revolucionarios. Incluso cuando los revolucionarios se separaron de los reformistas (por ejemplo, cuando el comunismo se separó de la socialdemocracia), también dentro de esa corriente “revolucionaria” se reprodujo la misma división. En este caso, se multiplican los ejemplos posibles: Lenin contra “la enfermedad infantil del comunismo”, Stalin contra la “revolución permanente” de Trotsky. Quizá, en cualquier caso, haya que buscar la razón de esta división en la dialéctica entre fines y medios, a la que está sujeta toda acción y, mucho más, la acción política.

Sea como fuere, la ola reformista del socialismo del siglo XIX y principios del XX conecta, sin solución de continuidad, con la socialdemocracia de nuestros días. Con esa socialdemocracia que, a día de hoy, comparten partidos llamados “socialistas (o, incluso, directamente “socialdemócratas”) con los partidos llamados “conservadores” (o, incluso, directamente, “populares”). Con esa socialdemocracia que, por ejemplo, establece regulaciones en los campos de la energía o de las telecomunicaciones hasta el punto de convertir esos sectores en monopolios privados. Con la socialdemocracia que considera preferible la nacionalización de un banco a consentir su liquidación, consintiendo con ello, a su vez, cuando no promoviendo o estableciendo directamente, un oligopolio privado de la financiación económica y un monopolio público-privado en la emisión de dinero. En fin, con esa socialdemocracia que sigue creyendo que el crecimiento económico es algo que debe promover el Estado y que, en este sentido, utiliza los monopolios, tanto públicos como privados, para labores de planificación económica.

De modo paralelo, la ola revolucionaria conectaría con un ya casi inexistente (y, en todo caso, irrelevante) comunismo en Occidente. Y, en efecto, a lo largo de la historia, solo sería capaz de alcanzar el poder de forma violenta. Aunque, de todos modos, siempre se vio obligada, como no podía ser menos, a aceptar componendas con el estado de cosas existente en cada momento (momento político, social o histórico), es decir, a Nuevas Políticas Económicas y Grandes Saltos Adelante.

En todo caso, como ya hemos señalado, igual que la polémica teológica entre Agustín y Pelagio fue resuelta, no por los argumentos, sino por la guardia del emperador, del mismo modo, en la polémica entre Reforma y Revolución perdieron, siempre, los revolucionarios, a manos de las distintas guardias pretorianas de la historia, fueran estas guardias a caballo o votantes enfundados en su traje y con un sobre en la mano. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron asesinados; también Trotsky. Marx y Engels fueron apartados de la corriente principal de la socialdemocracia alemana. Todos los partidos socialistas occidentales, uno a uno, fueron abandonando explícitamente el objetivo de la revolución. La U.R.S.S decidió, por fin, reformarse y pereció en el intento.

Reforma o revolución del sistema en el que vivimos
En fin, al margen de la cuestión táctica, es decir, una vez más, de la cuestión de si es conveniente, en un momento dado, apoyar medidas reformistas que mejoren provisionalmente la condición del ciudadano (o con vistas al mejoramiento a medio plazo de dicha condición), se mantiene en pie la pregunta de si el sistema económico en el que vivimos (el cual, estrictamente hablando, ya no puede llamarse “capitalista”, desde el momento en que las relaciones de intercambio ya no responden al motor del beneficio privado o, al menos, ya no lo hacen mayoritariamente, y la propiedad de los medios de producción se ha diluido en muchas manos), si este sistema resulta reformable. Es decir, si resulta, de verdad, “humanizable” o, en otras palabras, si es posible devolver al trabajador una buena parte, al menos, de la plusvalía que genera (“valor añadido”, lo llaman ahora), buena parte de la cual se ha ido a manos del Estado, si es posible conseguir que todos los ciudadanos vivan una vida digna, sin destruir por completo el sistema económico actual.

De esta pregunta surge, inmediatamente, otra: se trata de plantearnos si, cuando fijamos como objetivo la mejora, hoy, aquí y ahora, de las condiciones en las que viven los más débiles, no estaremos, en realidad, sino apoyando el orden de cosas existente y aplazando, incluso ignorando, la posibilidad de un cambio necesario. Dicho de otra forma, quizá exagerada pero ilustrativa, nada tiene en común (y, en ocasiones, será incompatible) mejorar la condición del esclavo con la abolición completa de la esclavitud.

El desarrollo, a lo largo del siglo XX, de la teoría económica neoclásica, de la Escuela de Austria y, también, de la Escuela de Chicago, ha demostrado que, en casi todas las ocasiones, la intervención del Estado en la economía redunda, al final, en perjuicio de los trabajadores o, en general, de los más desfavorecidos. Históricamente, como se ha comprobado multitud de veces, el Estado tiende a la hipertrofia y, por ello, se convierte en uno de los factores de pauperización de las clases medias, a las que empobrece a base de precariedad laboral y altos impuestos.

Por lo demás, si un Estado establece impuestos, digamos, sobre los artículos de lujo, para que “paguen más los que más tienen”, estos, los más ricos, comprarán menos yates de lujo. Por tanto, comenzarán los recortes de plantilla en las empresas constructoras de yates, cuyos trabajadores no eran, precisamente, ricos. Si se aumenta el tipo marginal del Impuesto sobre la Renta a las “rentas más altas”, estas rentas más altas dejan automáticamente de invertir (¿qué haría usted?) y, automáticamente, el empleo se resiente. Si se instauran fuertes convenios colectivos para defender las condiciones laborales de los trabajadores en activo, se debilita sistemáticamente la posibilidad de acceso al mercado laboral de los trabajadores en paro. Y así sucesivamente.

Los ejemplos pueden multiplicarse todo lo que se quiera. Pero, sobre todo, habría que insistir: el sistema regulatorio y normativo que establecen los gobiernos en materia económica reduce, por sistema, el número de empresas del sector determinado del que se realiza la regulación, de modo que las empresas que “sobreviven” acceden a un beneficio mayor del que les hubiera sido posible en caso de que su sector se acercase más al ideal de la libre competencia.

Y, quizá lo más importante, tienen más poder para explotar al trabajador del que dispondrían en un entorno de mercado libre en el que el trabajador tuviera la posibilidad de cambiar fácilmente de empresa. Podría decirse, con cierta exageración, pero con un gran fondo de verdad, que, en muchas ocasiones, una empresa tiene poder para explotar a sus trabajadores porque, directa o indirectamente, el Estado le ha concedido ese poder. Por eso, en muchos casos, mayor intervención del Estado desemboca, a la larga, en mayor explotación del trabajador. Más que seguir haciendo leyes laborales contra la explotación, que siempre se incumplen, y que solo sirven para crear capas cada vez más gruesas de funcionarios sindicales, quizá habría que pensar en retirar al Estado el poder de restringir sectores económicos hasta el punto en el que los trabajadores dejan de tener opciones.

(Continuará….)
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Cuarta parte

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